Géneros y percepciones




Imagínese que usted sabe con toda certeza que su nombre es Carlos, pero todo el mundo lo llama José. Imagínese que usted, Carlos, se levanta a la mañana y su querida familia le dice “Buenos Días, José, ¿dormiste bien?”. Imagínese que los vecinos y los compañeros de trabajo están tan seguros de que usted se llama José, que a usted le da hasta un poco de vergüenza contradecirlos, y comienza a responder cuando escucha ese nombre. Y cada día que pasa, eso hace que usted se sienta peor.

Imagínese que usted sabe con toda certeza que es una médica, que de niña jugaba a curar muñecas, que luego estudió en la facultad y trabajó en hospitales, pero todo el mundo la llama ingeniera. “Usted que es ingeniera, ¿le parece que este techo aguantará?”. “Yo soy médica, curo gente”. “Ah, qué bien ingeniera, no lo sabía... ¿y le parece que este techo aguantará?”. Y cada día que pasa, eso hace que usted se sienta peor.

Imagínese un desconocimiento mayor de su identidad: imagínese que usted sabe con toda certeza que es una mujer, que incluso usa ropa de mujer, se peina como mujer y tiene, después de una operación carísima, genitales femeninos, pero todo el mundo se refiere a usted como si fuera hombre... y eso hace que cada día que pasa usted se sienta peor, y pasan meses y pasan años. A veces pasa toda la vida.

Hasta las personas mejor intencionadas fallan con mayor o menor frecuencia a la hora de referirse a los hombres y mujeres transexuales en el género correcto. Incluso sabiendo que producen sufrimiento, dicen que no pueden evitarlo. Las razones con que intentan disculparse y justificarse suelen estar vinculadas a una asociación “natural” entre lo que ven y lo que dicen. Si en lugar de una mujer transexual “ven un hombre”, por más que intenten llamarla Juana, en algún momento se les patinará decirle Juan.

Incluso personas que reconocen la asociación entre sexo y género como algo más cultural que natural, se escudan en la excusa de la “asociación natural” cada vez que se equivocan.

Después de años de ser tratada en género masculino contra mi voluntad, comencé a darme cuenta de que el vínculo que el común de la gente reconocía como algo natural e inevitable, no estaba tanto entre un sexo biológico dado y su rol social “correspondiente”, sino entre las características sexuales secundarias de una persona dada y las percepciones sensoriales que las demás personas tienen de dichas características. Y llegué a la conclusión de que el sexo aparente de una persona puede provocar en las demás ciertos estímulos sensoriales tan incontrolables como los que hacen que las polillas se acerquen a la luz hasta morir quemadas.

No soy psicóloga, lingüista ni antropóloga, pero mi experiencia de mujer transexual y mi constante observación (y padecimiento) de la forma en que soy tratada por los demás, me llevan a sacar algunas conclusiones, probablemente aventuradas, infundadas, poco serias o ya expresadas con anterioridad por personas mejor preparadas, según las cuales los estímulos sensoriales provocados por el sexo aparente de una persona determinada, llevarían a los otros seres humanos a una percepción inconsciente, atávica, de dicha persona, capaz de imponerse sobre los intentos racionales de diferenciar el sexo físico del género lingüístico. Si el cerebro percibe “macho” o “hembra”, el lenguaje reflejará “masculino” o “femenino”. Incluso si hubiera un idioma ideal totalmente agenérico, el cerebro no dejaría de percibir “macho” y “hembra”, y a falta de manifestaciones lingüísticas, produciría otras (gestuales, emocionales o lo que fuera). O sea, no creo que los géneros lingüísticos masculino y femenino que se aplican a las personas deriven necesariamente de los roles sociales masculino y femenino asignados culturalmente, sino que pueden desarrollarse en un plano paralelo autónomo, a partir de la raíz común de la percepción del sexo físico de dichas personas, de manera directa y automática, sin mediaciones culturales. Fin de las conjeturas.


Un dato cierto es que mucho antes de aprender que “los hombres tienen pene y las mujeres no”, cualquier bebé está dotado para percibir las diferencias entre un hombre y una mujer. Sabe hacerlo aunque no pueda explicar cómo ni por qué. Esa capacidad innata de diferenciar se mantiene durante toda la vida, aunque queda relegada a un segundo plano cuando se nos inculca de manera colectiva la lógica del criador de ganado, según la cual la principal diferencia, la diferencia “real”, está ubicada en los genitales externos.

Los defensores de este concepto parecen ignorar que los genitales suelen estar enmascarados por la ropa, de manera que quedan fuera de consideración en la mayor parte de las circunstancias de la vida. La ropa no sólo oculta los genitales: es en sí misma una forma de expresión de género tan fuerte como el lenguaje gestual, pero las expresiones de género como construcciones culturales, en muchos casos parecen no alcanzar para “convencer” a los sentidos de que deben abstenerse de disparar un género lingüístico si éste no concuerda con el género identitario de la persona a la que se le habla.

¿Y qué es lo que los sentidos leen?... Yo diría que principalmente la cara, la voz, la textura de la piel y el pecho/busto. Y dentro de la cara, especialmente la mirada: me lo han dicho otras personas, lo he leído de muy diversas fuentes y además lo viví por mí misma. Antes de mis cirugías de feminización facial, casi todo el mundo se refería a mí, por lo menos una vez cada tanto, en masculino. Incluso gente que estaba enterada de mi identidad femenina. Había excepciones pero eran raras. Las hormonas femeninas habían hecho su trabajo de redistribución de lípidos, la depilación definitiva había eliminado mi barba casi por completo, pero aunque usara ropa de mujer siempre se escapaba por ahí un “Te veo cansadO, Amanda”. Con el tiempo fui feminizando mi gestualidad, pero no fue hasta que me operé la cara y aprendí a cambiar mi voz (al menos parcialmente) que la gente dejó de equivocarse. Que la mayoría no sea consciente de las diferencias no anula su influencia sino que la potencia.

Cualquier persona puede reconocer si una voz es de hombre o de mujer pero, como sucede en el caso de los rostros, muy pocos pueden definir en qué consisten las diferencias. Suele pensarse que la diferencia principal está en el “registro” de la voz o en el “tono”, pero incluso mujeres con voces muy graves siguen siendo reconocidas como mujeres cuando hablan por teléfono, y hombres con voces muy agudas siguen siendo reconocidos como hombres. Porque la diferencia no está en el “registro” sino en la “resonancia”. Imaginemos un violín y un violoncelo, ambos tocando las mismas notas, ni más agudas ni más graves... ¿por qué suenan distintos? Porque sus cajas de resonancia y sus cuerdas tienen distintas dimensiones[1]. A partir de la pubertad, la testosterona hace que la laringe de los niños varones descienda y se agrande en tamaño, produciendo una mayor caja de resonancia para las cuerdas vocales que se encuentran en su interior, y dándole a la voz su característica masculina. La nuez de Adán aparece como un refuerzo estructural para este crecimiento. Los transexuales de mujer a varón logran generalmente un cambio de voz muy efectivo mediante la incorporación de testosterona en sus organismos. Pero como los efectos de la testosterona son irreversibles, las transexuales de varón a mujer que quieren “pasar” sin problemas deben arreglárselas haciendo ejercicios para aprender a elevar la laringe y estrechar el tracto vocal mientras hablan, y de esta forma producir una voz de sonido femenino.

La mirada no es menos importante que la voz. Ambas funcionan como herramientas de comunicación y son, por lo tanto, las principales transmisoras de señales de género. A partir del romanticismo, en la mitad del siglo XIX, se ha dicho que la mirada femenina era más pura, o más bondadosa o más inocente que la masculina. Los poetas románticos no sabían que el género de la mirada tiene poco que ver con cuestiones espirituales. Ni siquiera tiene que ver con cuestiones oftálmicas sino con cuestiones óseas: más precisamente con el grosor y la forma del hueso frontal. Los huesos frontales de los hombres en general forman un reborde óseo en la parte superior de las órbitas oculares y se proyectan hacia adelante por encima de los ojos. Este es un rasgo que, como el cambio de la voz, aparece en la pubertad y sólo en niños varones. La distancia entre la superficie de los ojos y la parte más prominente de las cejas es mucho mayor en los hombres adultos que en las mujeres. Las frentes de las mujeres conservan en general una forma redondeada y lisa parecida a la de niñas y niños, y es posible que por eso se la asocie con la inocencia. La altura y la forma de las cejas también influyen en la diferencia de las miradas[2].

Diferencias sexuales secundarias como las que se encuentran en el pecho, la voz y la mirada, en la nariz, el mentón, la mandíbula y otros rasgos faciales, son mucho más importantes que los genitales para la identificación consciente o inconsciente del sexo de otras personas. Así lo dictan nuestros sentidos desde que venimos al mundo. Sería bueno que todos aquéllos que predican lo contrario y exigen, con leyes o discursos de café, con burlas crueles o consejos supuestamente amistosos, que las personas transexuales alteren quirúrgicamente sus genitales aunque se sientan cómodas con ellos y no deseen alterarlos, analizaran honestamente qué es lo que perciben en la gente, qué es lo que no perciben, y repensaran con sinceridad cómo influye eso en la clasificación que hacen de lxs demás.


[1] El concepto de “resonancia” como diferencia sexual de la voz fue desarrollado por primera vez por Melanie Anne Philips.

[2] Durante siglos, estas diferencias faciales fueron conocidas por pintores y escultores, pero recién a partir de la década de 1980, gracias a los avances de la cirugía craniofacial, comenzaron a ser aplicados con fines de feminización facial para transexuales. El primer cirujano que abordó este campo fue el Dr. Douglas K. Ousterhout.

por Amanda Rosenfeldt

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