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La última vez que el acoso a los homosexuales en África saltó a la prensa internacional fue en ocasión del juicio realizado contra Steven Monjeza y Tiwonge Chimbalanga, a los que se condenó a 14 años de prisión. El juez Nyakwawa Usiwa-Usiwa sentenció que la pareja, por el mero hecho de existir como tal, atentaba contra los códigos morales de Malawi.
Si Steven Monjeza y Tiwonge Chimbalanga no tuvieron que cumplir la condena fue debido a la presión de las organizaciones de Derechos Humanos y los Gobiernos occidentales. Elementos de coacción no faltan, ya que el 40% del PIB de esta paupérrima y pacífica nación del África meridional proviene de la ayuda foránea.
Bingu wa Mutharika, presidente de Malawi, ordenó que se los dejara en libertad el pasado mes de mayo, no sin antes subrayar a través de un comunicado su férrea oposición a la homosexualidad: “Estos muchachos han cometido un crimen contra nuestra cultura, nuestra religión y nuestras leyes”.
Un gesto que de ningún modo resarce a la pareja de las palizas sufridas, del tiempo perdido en la prisión de Chichiri. Al contrario, la prensa local señala que el gobierno ha articulado todos los medios posibles para que no volviera a estar junta. La posibilidad de un inmediato regreso a la cárcel, entre ellas. También las numerosas amenazas de muertes colaboraron a que Steven Monjeza decidiera casarse con una mujer apenas recuperó la libertad.
Ley y homofobia en Uganda
No todos los países africanos padecen esta retrógrada y desvergonzada fobia a los gays y lesbianas. Sudáfrica es un ejemplo de libertad y tolerancia. Kenia, en menor medida también. No es raro ver en bares de Westland como el Black Diamond o Gipsies a jóvenes que no necesitan esconder su homosexualidad.
Si tuviésemos que establecer un ranking de países africanos que persiguen a los homosexuales, como en la última entrada lo hicimos con respecto a la buena, regular y mala gestión de sus presidentes, sin dudas Uganda estaría en lo más alto. El acoso que sufren allí llegó al punto de que en diciembre de 2009 el Parlamento comenzase a debatir si debían ser condenados a muerte. Una ley, conocida como Anti-Homosexuality Bill, que aún está pendiente de aprobación.
Y muerte fue lo que encontró esta semana David Kato, activista por los derechos de los homosexuales en Uganda, cuando varios hombres entraron a su casa y lo atacaron a martillazos. Jeffrey Gettleman, corresponsal de The New York Times en la región, que entrevistó a David Kato, no duda en establecer vínculos entre la aversión a los homosexuales y el creciente evangelismo financiado en tantas ocasiones por iglesias de EEUU. Con respecto a la ley:
En aquel momento, en diciembre de 2009, el parlamento de Uganda estaba considerando si los homosexuales debían ser ejecutados. El político ugandés que elaboró la Ley Anti-homosexualidad, lo hizo después de visitar a evangelistas de EEUU que tenían un programa para “curar” la homosexualidad.
Y al cambio de percepción social de la homosexualidad:
Muchos ugandeses me dijeron que los gays, históricamente, fueron tolerados en sus aldeas. Eran mirados de forma diferente, pero nadie los consideraba una amenaza. Pero eso ahora ha cambiado.
El reverendo Kapya Kaoma, un zambiano que asistía a las manifestaciones contra los gays, dijo que los estadounidenses menospreciaron el poder de la homofobia. “No sabían que cuando hablaban de destruir la familia africana, la respuesta es un genocidio”, dijo. “Cuando hablas de la familia, hablas de la tribu, hablas del futuro. Los africanos van a luchar a muerte. Cuando hablas de este modo, invitas a la destrucción”.
Las iglesias evangélicas están por todas partes en África: desde míseras chabolas hasta grandes templos. Un fenómeno de expansión similar al que está teniendo lugar aquí en América Latina. Mi experiencia personal ha sido de lo más diversa, desde pastores tolerantes como Patrick Kimawachi, hasta otros de sermones incendiarios, ciertamente mesiánicos y alarmantes.
La pregunta que siempre me hago es por qué cierta gente que profesa una religión se siente agredida, amenazada, por las acciones de quienes deciden vivir de otra manera. ¿No es la religión algo personal, íntimo, un diálogo con la propia conciencia para tratar de ser mejor, para atenerse a unas normas morales? ¿Por qué nos da derecho a juzgar a los demás?
Salvando las enormes distancias en las formas y consecuencias, recuerdo las multitudinarias manifestaciones en Madrid contra el matrimonio homosexual. Y llego a una única e inequívoca conclusión: estos devotos que salen con el dedo acusador en alto, que en lugar de tratar de ser mejores ellos mismos pierden tiempo observando a los otros, juzgando y condenado, no son más que meros instrumentos – muchas veces sin siquiera saberlo – de un poder no celestial, sino tristemente terrenal, que se basa en dividir, en no comprender ni aceptar.
Un poder en burda y flagrante contradicción con los ideales que dice defender. Un poder, contante y sonante, que nadie se engañe.
Agradecemos la generosa colaboración de Brandon Varela para este post.